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La Botella

David Vivamos Allepuz

Nadó unos cien metros, hasta donde nunca había osado adentrarse, tal era su excitación. En demasiadas ocasiones había sopesado la idea de llegar hasta allí y dejarse devorar por los tiburones. Abrirse una herida que sirviese de reclamo a los escualos y poner fin a una tortura que se había prolongado más allá del límite humano. Un día, en un arranque de desesperación, había llegado a clavarse una piedra puntiaguda en el hundido vientre, dispuesto a morir en el mar. Recordaba amargamente haber caído sobre la arena, la espuma de las olas vencidas muriendo en sus rodillas, y haber mirado sus raquíticos brazos, el prominente costillar. Había bajado la mano poco a poco y con dedos titubeantes había palpado sus canillas. Había comenzado a sollozar, lanzado un agudo grito y roto a llorar. Solo era un miserable saco de huesos olvidado, ya no era un ser humano. Olvidado por los hombres, olvidado por Dios. Ni siquiera los tiburones le habrían atacado.

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