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La Botella

Nadó unos cien metros, hasta donde nunca había osado adentrarse, tal era su excitación. En demasiadas ocasiones había sopesado la idea de llegar hasta allí y dejarse devorar por los tiburones. Abrirse una herida que sirviese de reclamo a los escualos y poner fin a una tortura que se había prolongado más allá del límite humano. Un día, en un arranque de desesperación, había llegado a clavarse una piedra puntiaguda en el hundido vientre, dispuesto a morir en el mar. Recordaba amargamente haber caído sobre la arena, la espuma de las olas vencidas muriendo en sus rodillas, y haber mirado sus raquíticos brazos, el prominente costillar. Había bajado la mano poco a poco y con dedos titubeantes había palpado sus canillas. Había comenzado a sollozar, lanzado un agudo grito y roto a llorar. Solo era un miserable saco de huesos olvidado, ya no era un ser humano. Olvidado por los hombres, olvidado por Dios. Ni siquiera los tiburones le habrían atacado.

Habría sido ignorado, eran animales inteligentes, los había estado estudiando desde el naufragio. Había llorado mucho aquella mañana del frustrado suicidio, impotente. No había sabido ni podido o, en realidad, no había querido morir. Dejarse morir. Había llorado muchísimo, sí, todo aquel tiempo. ¿Cuánto hacía ya? Dos años.

Luego, se había cansado de medir el tiempo. Más tarde, reinició la cuenta en lunas.

Demasiados cientos de lunas.

A pesar de la mar calma, nadar le suponía gran esfuerzo. Luchó contra la resistencia del agua ante su avance, su propio peso, contra su debilidad. Se detuvo, sacó la cabeza a la superficie, distinguió el balanceo de un objeto, para continuar nadando en su busca. El reflejo verde que había estado viendo acercarse a la playa desde el amanecer se encontraba cada vez más próximo. Unas pocas brazadas más.

Había olvidado la presencia de los tiburones, el valor de su propia vida. Alcanzó finalmente la botella. Un casco de vidrio verde, probablemente una botella de vino de mesa, cerrada con un tapón de corcho. En su interior se distinguía un pedazo de papel

doblado. Nadó hasta la orilla.

Se dejó caer sobre la arena, donde permaneció unos minutos tumbado cara al sol intentando recobrar el aliento. Sintió palpitar el corazón en su pecho con fuerza, más por la emoción que por el ejercicio realizado. Se sentó, disfrutando de la brisa sobre

su piel desnuda. Escupió el corcho y extrajo, no sin dificultad, el papel amarillento por el estrecho cuello de la botella. Sus torpes dedos se habían desacostumbrado a tareas de esa precisión. Lo desdobló nervioso. Había un conciso y sorprendente mensaje escrito en tinta roja: «E4».

Una letra y un número. Una e y un cuatro. Tan poco para cualquiera, tanto para un hombre desesperado al borde de la locura. Alegría. Su primer contacto con otro ser humano desde hacía muchas lunas, demasiado tiempo. ¿Habría escrito aquello un hombre o una mujer? ¿Se trataría de un anciano, de una joven, de un niño? Extrañeza.

Se rascó la poblada barba con una mano y los genitales con la otra, sumido en una profunda reflexión. Alegría y extrañeza. Hacía mucho que no ejercitaba la imaginación. ¿Qué significaba aquello? Una e y un cuatro. Un eje de letras y un eje de números. ¿Ajedrez? La anotación de una partida de ajedrez necesitaba de ambos ejes. El peón de rey que avanza dos escaques, de la casilla E2 a la casilla E4, ese podía, ese tenía que ser el significado del mensaje. Su mente confusa no acertó a encontrar otra explicación plausible, quizás no hubiese otra, quizás no hubiese ninguna. ¿Quién había hecho el envío? ¿Quién era el responsable de aquella jugada?

¿Otro náufrago? ¿O acaso era Dios quien ponía a prueba su locura? Tenía que tratarse de una señal, un aviso del Supremo Hacedor, ¿cómo podía entenderse si no que un náufrago enviase ese mensaje sin sentido en una botella en lugar de una petición de auxilio? A no ser que hubiese perdido el juicio, como había estado a punto de ocurrirle a él. Hacía ochenta y siete lunas que había decidido abandonarse como una bestia. Había dejado crecer su barba, ya no la recortaba cada cuarenta lunas ni utilizaba el taparrabos. Lo había tirado en la covacha en la que pasaba las noches más frías y donde guardaba algunas cosas que el mar le había devuelto del naufragio: dos cacerolas, una sartén, tres bombillas, una pelota de Nivea, un paraguas roto, una cinta de vídeo con dos películas grabadas, de una serie de largometrajes de terror muy de moda en los cincuenta y primeros sesenta, Yo fui un administrador de fincas adolescente y Yo fui un tornero fresador (en paro) adolescente. Y una boina de grotescas proporciones.

Dios, sin duda, tenía que tratarse de Él. Una E y un cuatro, el movimiento inicial de una partida cuyo fin era volver a hacerle cruzar la tenue frontera que separa la Humanidad de la irracionalidad de las bestias. Devolverle entre los seres humanos, volver a ser parte de la civilización, aunque fuese en este su pequeño mundo apartado, en su isla. Recuperar la estima en él mismo. Obligarle a recordar que fue un ser superior, volver a serlo. Y qué mejor modo de probarle que mediante el ajedrez, el juego al que había dedicado tantas horas de estudio. Todo aquello debía responder a un plan divino, superaba la lógica y la razón humana.

Preparó un rudimentario fuego. Con la punta de una ramita quemada escribió en la otra cara del papel su respuesta: «C5». Una Defensa Siciliana. Su defensa favorita siempre había sido esta, adelantar el peón del alfil de dama dos casillas. Dobló el papel y lo introdujo de nuevo en la botella. Recuperó el tapón de corcho y la cerró, presto a arrojarla al mar. Se detuvo. Si la corriente había hecho llegar la botella a la orilla, lo más probable es que si la lanzaba desde allí volvería hasta sus manos arrastrada por la misma fuerza del mar, antes de llegar a su invisible destinatario.

Sonrió satisfecho. Volvía a razonar como un ser humano. Arrojaría al agua esta y las siguientes botellas desde el otro extremo de la isla. Las corrientes marinas le serían favorables desde la punta este. Pero antes volvería a ponerse el taparrabos. Se afeitaría a su regreso. Y abandonaría las sesiones desatado a las que se había entregado con tanta frecuencia.

Estuvo esperando la respuesta durante varias lunas. Ver amanecer una nueva mañana, el sol reflejado en el mar, constituía un nuevo aliciente hasta ahora desconocido. En esos días se esforzó en recuperar el perdido hábito de la higiene, lavándose cada mañana en el arroyo y aseando sus uñas que parecían garras. Se ilusionó por pequeñas cosas que antes aborrecía, como coger los cocos más difíciles demostrándose su propia destreza, compitiendo consigo mismo. Una vez había querido morir de hambre, hacía mucho, asqueado por la dieta de esos mismos cocos, chirlas enclenques y unas bayas rojas de sabor repugnante que crecían entre unos hierbajos al norte de su playa durante los periodos más cálidos. No tuvo agallas ni para eso, como cuando había intentado echarse a los tiburones. Ahora celebraba estar vivo y ser un hombre, gracias al ajedrez.

La botella llegó siete lunas más tarde. Esta vez esperó en la playa. Calibró las corrientes y el peligro de los tiburones, determinó que no valía la pena correr riesgos innecesarios. Sintió una indescriptible satisfacción tras tomar aquella simple decisión

por el mero hecho de volver a pensar de manera racional. De nuevo, valoraba las cosas antes de dejarse arrastrar por los instintos animales como había hecho antes de la llegada de la primera botella. Ya estaba allí, en la arena, a sus pies. Sacó un nuevo papel doblado: «C3». La Variante Alapin contra la defensa siciliana, no demasiado frecuente en la práctica magistral. Sin duda, se estaba midiendo a un rival ambicioso.

Otra deducción por su parte. Sonrió gozoso. Y escribió su respuesta. No jugaría D5 directamente, sino que apoyaría previamente ese movimiento con E6, jugada que podía hacer derivar la partida hacia senderos conocidos de la Defensa Francesa.

Dejaría tal decisión a su rival, le pareció lo más justo, habida cuenta que le había retornado la ilusión por la vida.

Esperó la respuesta con impaciencia. ¿Defensa Siciliana como propuso en principio o Defensa Francesa? ¿Cuál sería la elección del misterioso oponente, si no del Divino Jugador? Recordó un poema de Borges leído en su juventud. Recuerdos, hombre al fin. Durante la espera decidió no ayudarse de tablero mientras no sintiese necesidad de ello. Jugaría a la ciega, de memoria, cosa que le serviría para comprobar hasta dónde se había resentido su fuerza mental. Optimista en su nueva vida, comenzó a interesarse por la gastronomía, probar nuevos guisos, por el placer de experimentar. En vez de coco crudo, coco hervido. Bayas con chirlas hervidas también, en vez de bayas con coco. De postre, virutas de coco.

La tercera botella no constituyó ninguna sorpresa. La respuesta esperada: «D4», tomando el centro apoyado el peón de dama en el de C3 adelantado en la segunda jugada. Según el plan previsto, el náufrago también adelantó su peón de dama dos casillas en el papel devuelto a la verde botella: «D5».

La cuarta jugada llegó de noche. Sentado junto a la hoguera, le pareció distinguir la forma de la botella entre la espuma de las olas que rompían. Esta vez no la había visto llegar. La recogió y se acercó al fuego para leer la respuesta. Repasó la partida.

Aquel E4, él C5, aquel C3, él E6, aquel D4, él D5. Estaba convencido de que la jugada de su oponente sería E5. El peón del movimiento inicial de las blancas avanzaría una nueva casilla de manera que dificultaría el desarrollo negro en el flanco del rey. Y llegarían, por trasposición, a la variante del avance de la Defensa Francesa, la pequeña concesión dada al jugador de las blancas. E4, C5, C3, E6, D4, D5…

Desdobló el papel junto a la lumbre y leyó la respuesta escrita como siempre en tinta roja: «Tocado y hundido».

Cayó el papel a la arena. El equilibrio alcanzado durante esas semanas gracias al ajedrez… el control, el dominio sobre la locura que pugnaba por dominar su mente, por adueñarse de su ser… cruelmente sacudidos por aquella burla de Dios o del destino… Con los ojos fijos en la fogata, sin pestañear, comenzó a reír. Cayó la botella también. ¿Tocado y hundido? El juego de los barquitos, un pasatiempo idiota, una broma perversa y atroz. Unas carcajadas cada vez más fuertes, agresivas y descontroladas rompieron el silencio de la noche, el rítmico murmullo de las olas.

Cesó la risa de repente. Tocado y hundido. Maltrecha salud mental, Variante Alapin, trasposición de movimientos. ¿Defensa Francesa? Solo el ajedrez podía haberle mantenido cuerdo. Tocado y hundido, E4, agua, C5, agua. Tocado… Lanzó un grito desgarrador, inhumano, el salvaje aullido de una bestia. Otro grito aún más espantoso que el primero. Se quitó el taparrabos y, sollozando, lo arrojó a las llamas. Las brasas dibujaron bellas figuras girando sobre sí mismas en la negra noche. La bestia se asustó, retrocedió ante el fuego tapándose el rostro. Gruñó recelosa y se adentró en la vegetación para siempre.

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